“La puta madre, hice saltar todo” fue lo primero que pensé cuando se cortó la luz un segundo después de que pusiera el lavarropas. Era un día bastante ocupado en el hostal. Ezequiel, el dueño, fue a ver qué térmica había saltado y se sorprendió al ver que no era ninguna. Yo, acostumbrado a los cortes de Argentina, le dije que debía ser un corte general, que no pasaba nada, pero él contestó duro y tajante “Eso acá no pasa”. Al segundo sonó la puerta: el vecino del primero. Atendió Ezequiel y le dijo que sí, que también se había cortado acá. Afortunadamente ya habíamos terminado con la puesta a punto del hostal. Después de siete check out, las habitaciones esperaban limpias a sus nuevos huéspedes. El problema ahora era mío, que sin luz no iba a poder hacer el proceso de check in mediante el sistema. Eli, la chica que limpia los cuartos se empezó a impacientar porque no podía comunicarse con la hija, mientras yo intentaba explicarle que no había señal. El jefe se fue y quedé a cargo de recibir a los huéspedes que debían llegar en el transcurso del día. Pero claro, no había luz, entonces no había timbre. ¿Cómo me iba a enterar desde mi oficina en el primer piso que alguien esperaba en la calle? No me quedó otra que ir a abajo y esperarlos en la entrada. Al bajar, abrí la puerta y una chica japonesa que caminaba computadora en mano, se abalanzó sobre mí y me dijo:
–¿Hablás inglés? ¿Tenés wifi? Estaba en una llamada al trabajo y se cortó todo. Pregunté en varios lados y nadie me sabe explicar. Necesito volver a la llamada.
Como pude intenté calmarla, explicarle que era un corte general y que nadie sabía nada, pero que no se preocupe. La chica se fue y yo me quedé en la vereda.
El loco del barrio gritaba, como siempre, que era el fin del mundo. Subí y me crucé con dos turistas francesas que ya habían salido de la habitación y que tenían vuelo ese día, pero que volvían al hostal porque tenían miedo de estar en la calle. ¿Miedo de qué? pensé, pero les ofrecí café y las vi acomodarse en el comedor. Eli estaba cada vez más histérica y yo ya no tenía ganas de calmarla, así que volví a bajar. Para mi sorpresa, el ambiente ahora sí estaba más pesado. El loco del barrio ya no gritaba solo sino que intercambiaba información con otras personas: “¡Todo Madrid sin luz, ni señal!” decía. La gente, sin embargo, caminaba con los teléfonos en la mano, mirando sus pantallas, como sin creer que no obtendrian respuesta de ese aparato que siempre se las daba. Pero sí, ni el teléfono del trabajo, ni el mío tenían señal. Se abrió la puerta y la brasilera del cuarto me preguntó si sabía qué pasaba, que no andaba el wifi, ni los datos. ¡Hace más de una hora! pensé, pero no le dije nada. Ella salió y fue derecho hacia la esquina donde el loco se había hecho epicentro de un grupo grande de personas y ahora afirmaba que toda Europa estaba a oscuras y que era un “ciberataque”. Volví a subir y comenté, entre risas, lo sucedido con Eli. Pero a ella no pareció hacerle la misma gracia y empezó a asegurarme que era un atentado. No me quedó otra que dejarla sola y volver a la calle. Yo subía y bajaba, subía y bajaba. A mitad de cuadra se veía un grupo grande de personas en la puerta de un bar. Fui a ver que pasaba y me sorprendí al ver que un grupo de 50 personas rodeaba una mesa en completo silencio. Los dueños del bar habían puesto una radio y por primera vez desde el corte, escuchaba algo de información. La gente se dividía entre algunos realmente preocupados, que en cuanto abrían la boca vaticinaban lo peor, y los otros que todavía no entendían qué podía estar pasando pero agradecían haber salido de la oficina. Para mayor tensión, el supermercado Día, de mitad de cuadra, decidió armar una barricada en la puerta y que sean los trabajadores del local los que ingresaran al supermercado, mientras los clientes armaban filas en la puerta. La gente atraía más gente, las filas, más filas y de pronto había decenas de personas agolpadas intentando comprar lo que quedaba. Para colmo, la presencia de helicópteros y las sirenas de policías y bomberos creaban un ambiente de catástrofe. Yo subí, la despedí a Eli, que terminaba su jornada y le pedí que me avise cuando llegara (no hay conexión, iluso). No había ni trenes, ni metro, solo algunos autobuses, pero el tránsito era catastrófico. Casi a las tres de la tarde, decidí almorzar. Me encerré en la oficina y saque mi taper intentando concentrarme solo en la comida. Un poco el entorno caótico me había hecho creer que algo estaba pasando, que no era solo un corte de luz, que estaba viviendo uno de esos días que marcan la historia, cuyos acontecimientos se recordarán en el tiempo.
Cuando el nerviosismo se apoderó de mí y no aguanté más, casi con la certeza de que algo terrible estaba pasando, bajé otra vez a la calle y me encontré con un mundo dado vuelta. La gente seguía en la calle, sí, pero ya no miraba sus teléfonos en busca de señal, sino que buscaban comentar, presencialmente, lo que estaban viviendo. Te buscaban con la mirada, tenían un chiste bajo la manga, una reflexión. Más allá, el loco y sus secuaces ya no elaboraban infundadas teorías sino que charlaban y reían con unas cervezas mediante. El bar, de mitad de cuadra, había aprovechado el malón de gente, había sacado más mesas a la vereda y ya no sonaba la radio sino música. Yo, incrédulo, saqué mi teléfono en busca de alguna novedad, pero seguía todo muerto. Caminé hasta Gran Vía y la vi, por primera vez, repleta de gente pero vacía de autos. Después de un rato en el que ninguno de los huéspedes llegó, mi turno terminó y me fui a casa. Como no había metro, tuve que volver caminando. En el camino me encontré con todas las terrazas llenas, los parques abarrotados de gente, solos, de a grupos, con guitarras y bailando. Ya nada quedaba de la incertidumbre de unas horas atrás y todo era alegría y jolgorio. Pensé que me podía sumar, agarrar la guitarra e ir al parque. No podía creer lo que un apagón había logrado. Ese pensamiento que todos tenemos pero que ninguno quiere experimentar por voluntad propia, era cierto: la gente sí era más feliz sin tecnología. Pensé que quizá, cuando se normalice todo, podía intentar un día a la semana no usar el teléfono, para probar.
Llegué a casa y me dije “Agarro la guitarra, dejo la mochila y salgo”, pero todo eso fue interrumpido sin ninguna advertencia, pero con una posterior ovación, por la vuelta de la luz.
Mi teléfono no tardó en empezar a vibrar y hacer todo tipo de sonidos para captar mi atención. No sé si fueron 10 minutos o tres horas los que le dedique, pero cuando fui al parque, la multitud ya no estaba. No había rastros de nadie. Mire a los edificios linderos y vi como había, en cada ventana, una luz prendida que indicaba que todos habían vuelto a la normalidad. Pensé en quedarme tocando solo pero mi celular me avisó que tenía poca batería y no quería quedarme incomunicado, así que me volví. El próximo apagón será.

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